Folies Bergere

Edouard Manet, Un bar del Folies-Bergère, 1882, Courtauld Institute of Art, Londres.

El otro día leía que la tasa de empleabilidad de la carrera de Historia el Arte es de menos del 50%. Esto quiere decir que menos del 50% de los antiguos estudiantes de Historia del Arte aparecen dados de alta en la Seguridad Social.

Imagino, además, que tan solo una pequeña parte de los que sí están dados de alta se estará dedicando a lo que estudió. Entonces me surgió la pregunta de qué pasa con tantos historiadores del arte que no pueden desarrollar su vida laboral dentro del campo en el que se formaron:

¿Acaso dejamos de ser historiadores del arte si no nos dedicamos profesionalmente a ello o es algo que se lleva dentro y que nos acompañará siempre pase lo que pase?

Está claro que, visto lo visto en datos de empleabilidad, Historia del Arte es una carrera vocacional en la que solo se mete quien realmente lo siente desde dentro. De este modo, podemos decir que ya somos un poco historiadores del arte antes incluso de empezar los estudios. Un amor especial por la estética, el lejano pasado o el más radical presente, el legado patrimonial de nuestros antepasados, las manifestaciones materiales de otras culturas… ya nos hace un poco diferentes y nos empuja a escoger una carrera que, como bien sabemos, es probable que no nos dé de comer.

Pero todos esos historiadores del arte en potencia nos hemos convertido en profesionales tras pasar por la universidad. Lo que en un principio quizás solo era una sensibilidad especial ahora va acompañada de un cúmulo de conocimientos que permite analizar el arte con rigor científico. Pasión y ciencia, ¿qué más se puede pedir? El problema viene cuando toca enfrentarse a la cruda realidad -cruda desde siempre, pero mucho más desde el estallido de la crisis- y tenemos que alejarnos de nuestro camino.

Dedicados a las más variopintas profesiones, los historiadores del arte ¿dejamos de serlo? ¿Somos en lo que trabajamos? Yo quiero creer que no. Quiero creer que el amor por el arte se lleva dentro siempre y que hay algo que nos diferencia. La sensibilidad perdura, esa emoción al contemplar la belleza no nos abandona, ni tampoco la capacidad de observación, de modo que nuestra manera de ver el mundo debe de ser bastante distinta a la de otra mucha gente. Emocionarse hasta el punto de tener ganas de llorar al adentrarse en un monumento antiguo es un privilegio que no está al alcance de todo el mundo.

Pero no solo eso. Los conocimientos adquiridos durante los años de estudio nos permiten analizar nuestro entorno desde un punto de vista muy particular. Nosotros no vemos ciudades de casas y asfalto; vemos la evolución en la ocupación de un espacio, con testimonios patrimoniales que nos hablan de la cronología, de los usos pasados y presentes de un mismo lugar, de otros modos de vida… Nosotros no vemos cuadros colgados en las paredes; leemos historias contadas con imágenes, extraemos el valor documental de las representaciones…

Por todo esto, creo que al final es nuestra particular visión del mundo la que nos hace de verdad historiadores del arte, independientemente de a qué nos dediquemos para poder subsistir. De hecho, cómo entendemos y vivimos lo que nos rodea es lo que nos diferencia a unas personas de otras y marca nuestra personalidad. Y realmente creo que hay algo que perdura, que nos apasiona, que nos emociona y nos hace llorar, algo que, en definitiva, nos empuja a pasar nuestros días de vacaciones encerrados en museos o recorriendo ruinas cuando podríamos estar tumbados al sol.

Inminente lanzamiento de un nuevo libro

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(*) Imagen: Wikimedia Commons. Creative Commons License.