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Vista aérea de la Plaza Mayor de Madrid. (*)

Iglesias, conventos, palacios, tabernas, plazuelas, callejones, en piedra granítica y ladrillo rojizo, salpicados de pizarra en forma de chapiteles, estampados con blasones, unidos en un todo abigarrado y bajo un cielo azul velazqueño, forman un encantador conjunto arquitectónico y monumental muy singular y característico en el centro histórico de la que aún es “Villa y Corte”: el Madrid de los Austrias.

La herencia de los Austrias

Aunque, como dice José del Corral, “una de las habilidades de Madrid ha sido deshacerse a sí mismo” y sólo nos haya llegado a nuestro días casi de forma íntegra y original la Capilla del Obispo y el Monasterio de las Descalzas Reales, contamos con un notable legado histórico-artístico (en muchas ocasiones reconstruido) como recuerdo y herencia de una dinastía –la de los Austrias- a la que Madrid debe sus glorias y desventuras, pero que otorgó protagonismo a una mediana villa medieval para convertirla en la capital de un gran Imperio.

“Una de las habilidades de Madrid ha sido deshacerse a sí mismo”

Felipe II

Desde que Felipe II otorgara la capitalidad a Madrid en 1561, además de todo el personal empleado en la Corte, fueron llegando a Madrid diversas fundaciones religiosas, que iban instalando sus conventos alrededor del antiguo Alcázar, donde residían los Habsburgo españoles. Además, atraídos por la nueva actividad político-social y económica que se generaría en la villa y para estar cerca de los reyes, fijaron su residencia también las clases nobles en la nueva Corte, donde levantarían sus palacios e incluso fundarían bajo su patrocinio otros tantos conventos.

Estos palacios de la nobleza (familias como los Vargas, los Lujanes o los condes de Barajas y los de Chinchón) no tenían un carácter monumental, quizá debido al modelo de sobriedad castellana imperante en ese momento o a la necesidad de no entrar en competencia con el soberano.

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Plano de Pedro Teixeira, 1656. (*)

Todo esto ocurría a una velocidad frenética, y no cesaba la continua llegada de comerciantes, artesanos, mozos en busca de trabajo, incluso gente sin oficio conocido y toda una prole que se iba hacinando en la ciudad que encerraba la cerca que había levantado Felipe II para el control fiscal y de tránsito. Mientras, el pueblo madrileño se las amañaba con sus “casas a la malicia” para no tener que cumplir con la “regalía de aposento” impuesta por el rey prudente y asistía a una supuesta prosperidad económica que en realidad estaba empeorando su calidad de vida.

Todo esto estaba configurando una villa abigarrada, donde abundaban las construcciones pobres, con un paisaje arquitectónico contradictorio -impropio de una Corte europea- y que no contaba con las infraestructuras y servicios necesarios para absorber todas estas masas de gentes y su incipiente actividad. El carácter provisional que se pensaba tenía Madrid como capital tenía estas consecuencias sociales y urbanísticas.

Felipe III y Felipe IV

Paralelamente, los reyes ordenaban construir edificios en estratégicas plazas de la villa que acogieran los diferentes órganos administrativos que necesitaba no sólo la ciudad, sino también el Imperio que estaban gobernando, y en el caso concreto de Felipe III, una gran plaza que fuera el centro lúdico y social de la villa. Felipe IV, sin embargo, se levantó un enorme palacio cerca de los Jerónimos para su retiro y diversión. Fue este rey el que, para desahogar a la ciudad de esa olla a presión, derribó la cerca de su abuelo y levantó otra nueva que alcanzaba cotas más amplias. Y por si hubiera pocos conventos, los Austrias españoles se fundaron también sus propios “monasterios reales” en las cercanías del Alcázar, por lo que Madrid era una ciudad verdaderamente conventual.

“Por los edificios magníficos –escribió en una ocasión- resplandecen las ciudades y villas…, y así, cuanto más lustrosas y adornadas están, tanto más nobles son tenidas y estimadas, con lo que atraen a extraños, engrandecen a su rey y hacen su nombre más loable entre las naciones más remotas”

El arquitecto real por excelencia –quien realizó la mayoría de estas obras- fue Juan Gómez de Mora, que fiel al estilo clásico de Juan de Herrera, buscó formas austeras que reflejaran el sentido de majestad de la monarquía. Gómez de Mora era muy consciente de la función simbólica que tenía su arquitectura: “por los edificios magníficos –escribió en una ocasión- resplandecen las ciudades y villas…, y así, cuanto más lustrosas y adornadas están, tanto más nobles son tenidas y estimadas, con lo que atraen a extraños, engrandecen a su rey y hacen su nombre más loable entre las naciones más remotas”.

(*) Imágenes: Wikimedia Commons. Creative Commons License.