Hoy he visitado el Palacio Güell de Gaudí en Barcelona, un lugar de exótica belleza y dotado de esa arquitectura mágica que solo Gaudí supo crear. Ningún visitante queda indiferente ante las formas y los colores de las obras del arquitecto catalán, pues te transportan a otro mundo. Sin embargo, en esta ocasión no solo han sido las rejerías de formas oníricas, los altos techos llenos de fantasía o el colorido de la azulejería de las chimeneas de la azotea lo que ha llamado mi atención; sino que también me han sorprendido los visitantes y su forma de contemplar el monumento.
Con la entrada al palacio (no apta para todos los bolsillos, por cierto) se incluye sin coste adicional una audioguía. Yo he decidido no cogerla y hacer una visita más “tradicional” con un simple folleto, no por nada en especial, simplemente porque en ese momento lo he preferido así. Pero ha resultado que la inmensa mayoría del público –por no decir todo– sí que estaba haciendo uso de este servicio, y como consecuencia de esto se ha producido una imagen que ha llamado profundamente mi atención. En primer lugar, un extraño murmullo recorría las estancias. Digo extraño porque no es el murmullo normal de la gente comentando cosas o detalles del edificio, sino un murmullo plurilingüe y electrónico cuyo origen eran las diversas audioguías que llenaban la sala. Parecía que los visitantes, tan pendientes de sus terminales, hubieran olvidado comunicarse entre ellos aportando voces naturales y vivas al sonido de la sala. La gente no compartía la experiencia, no la comentaba, no la vivía en grupo, sino que se limitaba a escuchar la grabación de su audioguía, aislado del resto del mundo y pendiente únicamente de la explicación que salía de un aparato electrónico.
Pero más llamativo ha sido, sin embargo, cuando he visto a un grupo de estudiantes acompañados de un profesor que también iba con audioguías. En este caso era una especie de audioguía común, pues todos llevaban unos cascos que imagino que reproducían a la vez la misma grabación para que todos escucharan lo mismo al mismo tiempo. Me ha resultado una imagen bastante chocante por lo deshumanizada que es. ¿Qué ha pasado con esas explicaciones tan enriquecedoras del profesor? ¿Dónde están los guías que explican en vivo el edificio, cara a cara, de persona a persona, y con los que puedes interactuar?
Parecía que los visitantes, tan pendientes de sus terminales, hubieran olvidado comunicarse entre ellos aportando voces naturales y vivas al sonido de la sala.
La verdad es que esta forma de visitar me ha sorprendido por lo fría que es; por lo poco que invita a hablar, a dialogar y a compartir conocimientos; porque me parece que constriñe la visita y le quita libertad, ya que controla los tiempos que dedicas a cada espacio; y porque pienso que una fría grabación nunca sustituirá las explicaciones de una persona en directo. Es cierto que las audioguías son una importante y eficaz herramienta didáctica que ayuda a la compresión de aquello que vemos, y no hay por qué dudar de ellas en este sentido, pero de verdad que no estaría escribiendo esto si no me hubiera sorprendido la imagen que he visto.
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(*) Imagen de portada: wikimedia commons. Creative Commons License.
José Enrique García Pascua
19 febrero, 2013 |
Las audioguías y los artilugios electrónicos en general son efectivamente útiles instrumentos, pero al final nos solucionan tanto las cosas que prescindimos de la propia iniciativa, y, por lo que cuentas, de la interacción con otras personas, así que, en vez de vivir una vida auténtica, vivimos en buena medida una vida prestada. El signo de los tiempos, el «mundo feliz».
Me preocupa, igual que a ti, salvaguardar mi autonomía y, por eso, tampoco yo soy amigo de visitar los museos con unos auriculares constantemente sobre las orejas. Prefiero descubrir por mí mismo lo que está expuesto y, en todo caso, recabar información a través de los paneles explicativos.
Luis M. García
20 febrero, 2013 |
Yo trabajo con grupos haciendo rutas culturales e intento ser lo más cercano posibles a las personas con las que viajo porque creo que haciendo una visita más calida y personalizada según de dónde vengan o de sus edades e intereses, se transmite mejor. No me limito a describir los monumentos, pinturas o esculturas, si no a interpretarlas para que dejen de ver y comiencen a contemplar.
Las audioguías es un buen complemento, pero nunca podrán sustituir con la misma calidad las palabras de una persona que puede interactuar contigo.
A mi no me suelen gustar que me obliguen ni a llevar una audioguía ni a seguir una visita guiada. Prefiero descubrir las cosas por mi mismo y apuntar las que más admiración me cause o las cosas de las que quiero saber más en una libreta y después consultarlo en casa.
Como bien dice José Enrique, soy de los que lee los paneles explícativos, pero hablar de ellos creo que daría para otro post porque muchas veces se las traen.
Muy buen reflexión la que has hecho en tu post.
Nerea Wentworth
20 febrero, 2013 |
El tema del audioguía es interesante y polémico. Entiendo que resulta cómodo para la institución, que sólo tiene que hacer una inversión y luego ir cambiando el discurso según la exposición, ahorrándose contratos, personal, tener que concertar grupos para las visitas, etc.
Para el visitante, también puede resultar práctico porque no tiene que esperar a que la visita comience a una hora determinada y puede saltarse las pistas que no le interesen (algo un poco violento de hacer cuando no nos gusta el guía). Otro punto a su favor es que, para el que quiera ir ajeno a la visita, muchas veces es casi imposible acceder a una pieza o verla en un ambiente tranquilo porque los guías y sus grupos colapsan las obras fetiche y el ruido puede ser elevado. Con los audioguías no todos empiezan al unísono y hay más quietud.
Para mí, es una herramienta más, pero el trato personal para la transmisión de conocimientos se me antoja fundamental y no debería ser sustituido por una máquina. Un buen guía transmite ilusión, entrega, se adapta a cada grupo, interacciona con él e intenta que se lleven algo más que una sucesión de datos.
Al fin y al cabo, los datos se olvidan, pero los buenos guías no.