Se suele decir que la figura humana nunca tuvo humanidad en la pintura de Giorgio de Chirico, que siempre representó al ser humano desde una perspectiva escultórica. Lo propio del ser humano es el movimiento, la comunicación, la socialización, etc., y, por otro lado, las esculturas son estáticas, un volumen anclado. Así ve el pintor al ser humano, así lo fija, lo capta y lo analiza, precisamente cuando la identidad del sujeto ha sido cuestionada por dos de los grandes filósofos que tanto admiraba: Schopenhauer y Nietzsche.

El ser humano entendido como cuerpo cambiante

Ya comentamos anteriormente que en el siglo XIX se resquebraja la concepción del sujeto y su identidad. Primero lo enuncia Schopenhauer cuando dice que el hecho de existir es previo al raciocinio. El ser ya no puede representarse el mundo como si no formara parte de él, el sujeto se introduce en el mundo y, al hacerlo, se da cuenta de que su cuerpo no es estático sino que muda, se transforma, cambia. Ahí reside el problema de la identidad en la modernidad y así lo entiende De Chirico.

Nietzsche, por su parte, no hizo más que realizar una indagación más profunda, por medio de la cual la voluntad enunciada por Schopenhauer y su concepto de esencia se convirtieron en fuerzas de diferentes intensidades, acentuando aún más el devenir del ser.

De Chirico se introduce en toda esta filosofía de la mano de los autores ya citados y, por supuesto, de la pintura simbolista centroeuropea, cuyo máximo representante fue Arnold Böckin. La temática de los centauros, por ejemplo, fue extraída de la iconografía de este movimiento, que no sólo se dio en Alemania (donde estudió De Chirico) sino también en Francia, de donde era oriundo Odilon Redon, uno de los grandes pintores de este movimiento.

Giorgio de Chirico, Autorretrato, 1913.

Giorgio de Chirico, Autorretrato, 1913.

Cómo representar la figura humana en este contexto es, en parte, el problema principal con el que se encuentra De Chirico. Sin embargo, sus autorretratos son la excepción que confirma la regla, porque su figura sí está dotada de humanidad. El autor, además, se proyecta en el oráculo y en la escultura de Dante, concibiéndose a sí mismo como el poeta-filósofo visionario. Pero lo cierto es que en la mayor parte de su producción pictórica encontramos una representación de la figura humana como escultura, como maniquí, como autómata, como escultura-maniquí, etc.

Las estatuas y sus derivados se encuentran en esa delgada línea entre la vida y la muerte constituyendo, una vez más, un enigma. Se ha querido ver en estas figuras una humanidad arcaica, primitiva, originaria, vidente y heroica. Los maniquíes, por su parte, nacieron de las estatuas sin cabezas ni brazos de los primeros lienzos, del Dante-Zaratustra de las figuras de espaldas, en las que se intuye una mirada baja pero vidente, la de los monjes que suben al convento en el monte. El maniquí abstracto sería entonces el vate, el poeta-teólogo, el héroe, el adivino, el poeta de la nada y de la melancolía.

El vidente y las musas inquietantes

Giorgio de Chirico, El vidente, 1915, MoMa, Nueva York.

Giorgio de Chirico, El vidente, 1915, MoMa, Nueva York.

Es en 1915 aproximadamente cuando tenemos una representación del maniquí como forma antropomorfa y la prueba de ello es la pintura El vidente, una obra manifiesto en la que está contenido todo el significado que De Chirico quiere darle a esta misteriosa figura. La iconografía es la característica de la obra del pintor nacido en Grecia: tenemos la arquitectura clásica en última instancia, con el muro y la cortina, el suelo inclinado, la pizarra y el maniquí con el ojo de la mente. Es la figura del adivino y el visionario, del oráculo, de Dante-Zaratustra, De Chirico, es casi como el primer autorretrato de 1910.

Pero sin duda, la gran obra maestra es Las musas inquietantes, en la que encontramos a modo de resumen todos los elementos significativos y novedosos de su mundo. Todo en esta obra ha sido concebido como objetos, utilizando el método propuesto por Nietzsche. De hecho, desde este punto de vista, no existe diferencia entre ninguno de los elementos que componen la obra.

Giorgio de Chirico, las musas inquietantes, 1918, Colección privada.

Giorgio de Chirico, las musas inquietantes, 1918, Colección privada.

El ambiente es enigmático, es el famoso stimmung o atmósfera de la que ya hemos hablado en capítulos anteriores. La perspectiva es extraña y esto se acentúa por medio del suelo, que es como si fuera la cubierta de un velero. Es el viaje y el sinsentido de la vida, de la que desconocemos su destino.

Las cajas de juguetes están repartidas desordenadamente por la composición, como objetos descontextualizados que nos indican las extrañezas de las que se compone el mundo. Dos esculturas-maniquí están en la zona iluminada, son las musas de Apolo Helios, las que tienen acceso al mundo conocido, las que hacen posible el conocimiento. La otra mitad aparece en la oscuridad, es el misterio irresoluble, el contrapunto que da lugar al nuevo arte clásico enunciado por Nietzsche en La Gaya Ciencia. El fondo es ya característico, las arquitecturas clasicistas que dieron lugar a la pintura metafísica cuando De Chirico tuvo la revelación en la Santa Croce de Florencia. Pero también aparece la fábrica, el mundo industrial, acaso su padre, acaso la modernidad.

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