A priori, la respuesta sería sí, puesto que se logra una protección amplísima que certifica su conservación y se convierte en un foco turístico de primera fila, atrayendo a una masa constante de visitantes que generan unos ingresos nada desdeñables.
No obstante, si profundizamos un poco más, la respuesta no es tan clara. No hay dudas en que se producen más beneficios económicos y en que se mantiene (se presupone, al menos) el patrimonio, ¿pero en qué grado de autenticidad?
Los conjuntos que se declaran patrimonio de la humanidad tienen que prepararse para la ingente marea de turistas que esta concesión trae pareja, aunque generalmente lo hacen en detrimento del propio urbanismo, tanto a nivel vital como visual o acústico. Ceden su idiosincrasia, su identidad cultural, para transformarse en un recinto enfocado a sobreestimular al turista para lograr que se gaste la mayor cantidad de dinero posible.
Por un lado, están los vecinos tradicionales, esas personas que configuran el entramado vivo en el cual se ha desarrollado ese bien patrimonial, son los que poblaban sus calles y conferían su unicidad. No suelen ser muchos los que sobreviven a la especulación, y menos aún los que pueden tener acceso a comprar una vivienda en la zona donde han crecido. La ciudad patrimonio se deshabita de residentes locales, que acaban yendo a otros barrios donde puedan seguir viviendo de una manera tranquila, sin tener que ir abriéndose camino entre turistas para llegar a sus casas y huyendo de pagar precios desorbitados por cualquier producto habitual, si es que los encuentran (porque, junto al residente, también suele escapar el comerciante tradicional). Entonces, hace su aparición la estructura hotelera en toda su extensión de propuestas, y con ellos, las demás facetas del turismo de masas.
Como decíamos, no sólo los habitantes acaban desapareciendo, sino que con ellos se pierden también los negocios locales a favor de tiendas de souvenirs más tópicos que típicos, bares de precios inflados y cadenas nacionales e internacionales. Al final, lo que se pretendía proteger no es más que una carcasa hueca, que por su mismo afán de conservación ha perdido esa esencia que lo hizo especial.
El problema es internacional. Pongamos algunos ejemplos:
Venecia
La ciudad de los canales puede ser uno de los casos más llamativos y conocidos, puesto que está completamente deshabitada, los venecianos han tenido que emigrar a Terra Ferma y ceder sus residencias a hoteles. En las plantas bajas, tiendas de máscaras y productos de cristal, o restaurantes y pizzerías que inundan de mesas los espacios abiertos junto a los puestos. Hasta su método tradicional de transporte, la góndola, está plenamente monopolizado por el turismo.
El centro de Sevilla
Es un hervidero de bares, la mayoría de los cuales son esquivados por los propios sevillanos debido a los precios desproporcionalmente exagerados. Sus veladores monopolizan las plazas y calles hasta el punto que hay tramos en el que el peatón debe caminar entre el tráfico. También hay un sinfín de tiendas que invaden la acera con sus productos, entre ellos mantoncillos, imanes, delantales, piezas de cerámica, extraños trajes aflamencados, postales amarilleadas y reproducciones de la Torre del Oro. Muchas de las casas son ahora pequeños hoteles y hostales, o apartamentos de alquiler por días.
Hoian
Es una ciudad patrimonio de la humanidad en el centro de Vietnam. Casas bajas, calles peatonales con farolillos entre la arboleda, templos chinos, un puente cubierto japonés y un río que la cruza. Podría ser un paraíso para sus habitantes y, sin embargo, en la actualidad recuerda más a un parque temático. No quedan residentes, ya que no queda una casa que no sea una tienda de ropa, una sastrería, un hotel o un restaurante, salvo las que están musealizadas. Hasta su plaza de abastos tiene una parte turística que va fagotizando la zona más autóctona.
Podríamos seguir ejemplificando mucho más, pero creo que la idea ha quedado clara: la pérdida de la identidad cultural en pos del turismo de masas. Como conclusión, habría que recapacitar pausadamente acerca de esta pérdida de singularidad, de habitabilidad, de usos y costumbres tradicionales, que se produce a escala mundial, precisamente cuando se actúa intentando proteger algo que se considera único y en gran medida indefenso. Si ya se ha hablado largamente del turismo sostenible como el modelo aconsejado, qué menos que implantarlo en los conjuntos que se consideran especialmente relevantes como lo son los patrimonio de la humanidad.
(*) Imágenes de elaboración propia. Nerea V. Pérez.
José Enrique García Pascua
6 abril, 2015 |
No sólo es problema de las ciudades patrimonio de la humanidad: el crecimiento económico inexorable y exponencial está propiciando que el género humano en su conjunto se vea abocado a una forma de vida insostenible que acabará consigo misma, pero ¿quién está dispuesto a cambiar los parámetros?, nadie, por el miedo a perder los pingües ingresos del turismo de masas (ya se sabe, pan para hoy y hambre para mañana, cuando el precio del petróleo haga desaconsejable viajar por simple placer).
Te agradezco que hayas planteado claramente el problema de las ciudades patrimonio, lo que me desintoxica de la agobiante información de los telediarios, constantemente empeñados en cantar las maravillas de la multitudinaria Semana Santa sevillana o en exaltar el beneficio monetario que deja en Mallorca, y otras zonas playeras, lo que los propios periodistas denominan «turismo de borrachera». Nada de esto, obviamente es bueno ni para la cultura ni para el arte.