Hasta hace poco (entendido desde un punto de vista histórico, es decir, en los últimos cien años a lo sumo) la originalidad no era algo que importara demasiado en el arte. No había ningún inconveniente en inspirarse claramente en otros, de hecho, es muy frecuente encontrar en los contratos conservados esas referencias a las obras o maestros que tenían que tomar como modelo.

Cuando el arte consistía en copiar a los maestros (sin ningún pudor)

A veces se pedía una copia literal, otras sólo ese aire inconfundible. Quiero un Niño Jesús, como el que está en el Sagrario de la catedral de Sevilla y es obra el maestro Martínez Montañés, así de explícitos llegan a ser. La libertad del artista estaba más que limitada a la demanda del comitente, que para algo era el que pagaba. Siguiendo con Montañés y la catedral de Sevilla, en el contrato se especifica que debía:

de estar vivo… con la cabeza inclinada sobre el pecho, mirando a cualquier persona que estuviese orando al pie dél, como que está el mismo Cristo hablándole.

Así que esa cualidad que tanto se alaba en la escultura no fue idea del artista, sino que era un requisito del contrato.

Escultura de Martínez Montañés

Martínez Montañés, Cristo de la Clemencia, 1603.

No valía sólo con superar el criterio del comitente, sino que para algunas obras (las más caras, como los retablos) había un tribunal compuesto por otros artistas, que verificaban la calidad y dictaminaban si valía lo estipulado en el contrato. Y después, en algunas épocas, estaba el veredicto del veedor de obras sagradas del gremio, que comprobaba si cumplía con los requisitos de moralidad católica. Era como pasar la ITV, si no se superaba daba las pautas de lo que había que cambiarse y luego se volvía a examinar.

Un ejemplo increíblemente pormenorizado es el del modo de representación de una iconografía nueva en el momento, el de la Inmaculada Concepción. Pacheco, que era veedor de pinturas sagradas, en su Arte de la pintura la describe así:

Hace de pintar […] en la flor de su edad, de doce a trece años, hermosísima niña, lindos y graves ojos, nariz y boca perfectísima y rosadas mexillas, los bellísimos cabellos tendidos, de color de oro […] Hase de pintar con túnica blanca y manto azul […] vestida del sol, un sol ovado de ocre y blanco, que cerque toda la imagen, unido dulcemente con el cielo; coronada de estrellas, doce estrellas compartidas en un círculo claro entre resplandores, sirviendo de punto la sagrada frente; las estrellas sobre unas manchas claras formadas al seco de purísimo blanco, que salga sobre todos los rayos […]. Una corona imperial adorne su cabeza, que no cubra las estrellas; debaxo de los pies, la luna que, aunque es un globo sólido, tomo licencia para hacello claro, transparente sobre los países; por lo alto, más clara y visible la media luna con las puntas abaxo.

Si el artista se salía de estos parámetros, era muy probable que tuviera que rectificar, ¿así que para qué arriesgarse? Por lo tanto, el espacio para la libertad del artista estaba más que limitado, y sin embargo, nadie cuestiona de que se trate de obras de arte.

Pero es que, mucho antes de que se confundiera ser original con ser un artista, era un privilegio que alguien quisiera imitarte, al igual que conseguir imitar tan bien que se lograra confundir sobre la autoría.

Pongamos el ejemplo de Zurbarán o Murillo, por citar a dos grandes nacionales. La cantidad de pinturas que no son de sus pinceles pero se parecen, en ocasiones tanto que cuesta no equivocarse, es muy superior al número de obras que ellos mismos realizaron.

Incluso existen libros monográficos sobre los zurbaranescos y los murillescos (éste segundo probablemente saldrá al mercado en 2017) en los que se analiza y compara al artista con sus imitadores, seguidores y discípulos.

Ahora que el concepto de arte se ha diversificado y ampliado tanto que es prácticamente imposible definir los límites que lo separan de lo que no lo es, hay dos cuestiones que han decantado la balanza a su favor. Parece ser que, siempre generalizando, para que algo (ya no se puede hablar de objeto artístico siquiera) se lo considere como arte basta con que tenga originalidad e intencionalidad artística.

Lo de la intención es algo que tampoco se daba siempre en el arte que podemos llamar tradicional, sino que el artista era equiparado al artesano, y su intención general… bueno, hacer una obra lo mejor posible, cumplir los criterios del contrato y cobrar lo estipulado. La intención de crear una obra inmortal y única que trascienda a su propio ser es una idea más del Romanticismo, aunque se puedan rastrear sus bases en algunos maestros del Renacimiento.

El tema de la consideración de la escultura y la pintura como arte manual y no arte liberal (que son las que nacen y se forjan en la mente, aunque para su ejecución requieran de las manos, como sería el caso de la poesía) queda patente en la documentación, donde podemos ver cómo desde el siglo XVI algunos pintores intentaron ese cambio de apreciación.

En el caso español, destacan Francisco Pacheco, que le dedica al tema el primer libro de su Arte de la pintura, y su discípulo Velázquez, empeñado en ser nombrado caballero de Santiago para que su actividad se considerara liberal. Un ejemplo más sería Francisco de Herrera el Joven, que ostentaba un pequeño título aristocrático, por lo que él se definía más como diseñador (el diseño es un proceso mental) que como pintor.

Pero ojo, que la demanda del cambio de consideración no sólo se debía a la estima social de ser liberal sobre manual, ya que el tema económico está más que presente.

Porque el artesano tenía que pagar una alcabala, de la que estaban exentos los artistas liberales, y a todos nos gusta pagar menos impuestos.

Cuando la originalidad se nos fue de las manos

¿Y a qué viene todo esto? Porque creo que, desde hace unas décadas, se nos está yendo de las manos. Según mi opinión (a partir de ahora comienza lo subjetivo), ni todo el arte tiene que ser original, ni todo lo original tiene que ser arte. El arte tampoco tiene que ser escandaloso, conflictivo, polémico. Sin duda puede serlo, pero no es una característica esencial de su naturaleza, ni forma parte de su definición.

Y la intención artística no es más que eso, intención. Yo puedo salir a escena y cantar el aria de La reina de la noche, poniendo toda mi buena intención (y además, hacerlo de forma novedosa y sin duda polémica), pero no por ello voy a estar más cerca de ser una verdadera soprano.

Yo no estaría haciendo más arte que cuando Piotr Pavlenski se clavó los testículos al suelo de la Plaza Roja, aunque él pusiera título a esta acción (Fijación, por cierto), o el Cut Piece de Yoko Ono, que consistió en sentarse en el suelo con unas tijeras y dejar que el público le cortara la ropa. A no ser que me autodenomine “artista conceptual”, donde lo que vale es la idea y ahí entra todo, hasta mi aria.

Lucio Fontana

Lucio Fontana, Sin título.

Algo más clásico y consensuado como arte, aunque yo discrepe, es Lucio Fontana, que básicamente se dedicaba a acuchillar lienzos, o Yves Klein, que embadurnaba a modelos con pintura azul (azul Klein) y las arrastraba por el suelo como pinceles vivos, creando lo que denominó como Antropometrías. Y no podemos olvidar la Mierda de artista enlatada de Piero Manzoni.

Retrato de Yves Klein

Retrato de Yves Klein.

piero-manzoni

Piero Manzoni, Merde d’Artiste, 1961.

La lista es interminable. Probablemente yo hubiera hecho como la limpiadora del Museo Bolzano de Milán, que tiró a la basura la obra ¿Dónde vamos a bailar esta noche? de Sara Goldschmied y Eleonora Chiari, confundiéndola con restos de una fiesta desparramados por el suelo, que es lo que era.

Las definiciones cambian, claro que sí, y a veces se desvirtúan y se alejan tanto del punto de partida que cuesta ver las similitudes. Puede que eso sea lo que ha pasado con el concepto de arte, que ya poco le queda del original, al menos en los principales círculos de creación actuales.

Y no es que yo esté en contra de lo contemporáneo, es que creo que le falta pasar por la criba que da el tiempo. Ya veremos qué sobrevive, qué es arte y qué Arte, y si estas décadas son consideradas como unos años negros o como un periodo de especial creatividad.

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(*) Imágenes: Mp Rey, Neogejo. Creative Commons License.