Si algo nos enseñó La vuelta al mundo en 80 días es que a los británicos les gusta competir. Bromas aparte, el desciframiento del cuneiforme, o más bien su demostración, y Jules Verne tienen ese punto en común. Es una historia bastante curiosa y poco conocida, así que vamos a ello.
Como si de una novela de Agatha Christie se tratara (y ella tiene mucho que ver también con este mundo), comenzamos presentando a los protagonistas:
Sir Henry Rawlinson: inglés, hablaba persa y varias lenguas indias. Ayudó al sha de Persia a organizar su ejército, fue agente político en Kandahar (Afganistán) y Arabia, y cónsul en Bagdad. A su vuelta a Inglaterra en 1849, donó su colección de antigüedades al British Museum y este le encargó continuar con las excavaciones en Asiria y Babilonia comenzadas por Austen Henry Layard, con quien ya había colaborado. Es uno de los pioneros en el desciframiento del persa antiguo y del acadio.
Edward Hincks: sacerdote irlandés que ya había contribuido al desciframiento de los jeroglíficos egipcios, después pasó al persa. Hincks fue el primero que dedujo que el idioma de las tablillas era de una de las primeras civilizaciones de Mesopotamia, que Oppert concretaría en los sumerios, y que de ellos pasaron a los asirios, babilonios y elamitas. Hincks fue el primero en darse cuenta de que se trataba de una escritura silábica y polifónica.
William Henry Fox Talbot: inglés, mucho más conocido por ser el inventor del calotipo (un tipo de fotografía contemporánea y más barata que el daguerrotipo). Pero Fox Talbot sintió interés por otras materias y fue filólogo, clasicista, matemático y filósofo, actividades que compaginó con la política, llegando a ser miembro del Parlamento.
Julius Oppert: alemán, experto en sánscrito y en filología comparativa. Participó en las excavaciones francesas en Mesopotamia y Media, fue uno de los principales contribuidores en la asiriología, siendo uno de los primeros en hablar de la existencia de Sumeria. Fue profesor de filología asiria y arqueología en el Colegio de Francia.
Pero contextualicemos.
No fueron ellos los primeros que lograron identificar alguna palabra del cuneiforme. Ese mérito se le atribuye al filólogo alemán Georg Friedrich Grotefend, quien, en 1802, logró individualizar los símbolos de “rey” y sus variantes “rey de reyes” e “hijo del rey” y, dado que las inscripciones que estudiaba aparecieron en lo que se suponía que eran las ruinas de Persépolis, dedujo que los nombres de esos monarcas serían los de Darío y de Jerjes. Curiosamente, acertó.
Lo consiguió basándose en dos supuestos de la época, obtenidos a partir de la observación: que era una escritura dextrosa (de izquierda a derecha) y alfabética (luego se demostraría que era esencialmente silábica), sumado a una profunda intuición.
La intuición es algo que van a compartir prácticamente todos los asiriólogos lingüistas de la época.
Aunque Grotefend erró al asignar valores, supuso el principio del proceso del desciframiento. Por cierto, que hablamos del persa antiguo, la versión más sencilla del cuneiforme. Y algo muy interesante de esta etapa, la persa, digo, es que con cierta frecuencia repetían sus inscripciones en tres idiomas: el persa antiguo, el vecino elamita y el vetusto y respetado acadio o babilonio (dos nombres para una misma lengua). Textos trilingües, como la Piedra Rosetta.
En 1857 se había avanzado en la lectura del persa e incluso del acadio, que al ser bastante más complejo y antiguo resultó un reto interesante para Rawlinson y Hincks. Ellos (junto a otros, claro) habían ido sentando las bases del método de desciframiento de este idioma, dándose cuenta de que era silábico y polifónico, que utilizaba determinantes (signos que no se pronuncian pero que aportan significado, especialmente junto a nombres propios), habían asignado valores a unos cien signos y significado a unas doscientas palabras.
Pero la comunidad científica era reacia a aceptar estos descubrimientos sin una clara demostración. Era la primera vez que se hablaba de una escritura silábica, con la complicación de que los valores fonéticos cambiaban según el contexto, y eso había que probarlo. Se dudaba igualmente del método, creyendo que dependía demasiado de la interpretación del lector. Su escepticismo es lógico.
Así que Fox Talbot tuvo una idea y, ahora sí, llegamos al leitmotiv de este artículo: la competición.
El 17 de marzo de 1857 propuso a la máxima institución británica de estas cuestiones, la Royal Asiatic Society, que cuatro expertos tradujeran individualmente una misma inscripción y enviaran los resultados en un sobre cerrado. Un comité designado por la propia Sociedad los abriría y compararía los resultados, valorando el grado de similitud en términos generales y en el significado específico de las palabras.
El texto elegido era ideal para el caso. Se trataba del Prisma de Tiglat-Pileser I, que había sido hallado recientemente y se exponía en el British Museum. A lo largo de cincuenta y cuatro párrafos, sus muescas se recrean en los logros de este rey asirio del siglo XI a.C., cambiando de un tema a otro, con muchos nombres propios y hechos específicos, lo que daba gran juego para comparar las traducciones. Ya había sido transcrito y tanto Fox Talbot como Rawlinson lo habían traducido de forma independiente.
Los cuatro asiriólogos elegidos ya los conocemos: Fox Talbot, Rawlinson, Hincks y Oppert. Todos seguían el mismo método de desciframiento, es decir, lo se ponía en tela de juicio no era la capacidad individual de los investigadores sino el sistema seguido.
Como dos ya tenían su trabajo resuelto, se mandó una transcripción a los otros dos y se les dio un plazo, aunque llegado el momento ninguno había concluido. Tampoco importó demasiado, ya que mandaron material suficiente para validar el proceso; enviaron veintiocho y veintiún párrafos, respectivamente. Por su parte, Oppert dijo poseer otra transcripción del mismo texto y fue la que usó, aunque resultó que era menos exacta, lo que sumado a que no dominaba el inglés, hizo que su traducción fuera la más complicada.
El comité estaba formado por cinco miembros y ninguno era experto en asiriología, precisamente para no tener una opinión previa que pudiera cuestionar su neutralidad, aunque todos eran estudiosos reputados en sus disciplinas.
Llegado el día abrieron los sobres, comenzaron las lecturas y emitieron un informe. ¿Cuál fue el veredicto?
En general, las lecturas eran bastante similares, aunque los expertos no siempre utilizaran las mismas palabras, el significado era parecido y, donde menos coincidían era precisamente en los extractos que ellos mismos habían marcado como dudosos. Lo más complicado era el valor exacto de las palabras, y en otros casos, tenían las palabras pero no el sentido completo de la frase.
Es totalmente razonable, ya que fueron los primeros en enfrentarse al acadio cuneiforme, sin precedentes, fuentes o conocimientos paralelos en los que apoyarse. La propia historia de estos pueblos o sus nombres era aún desconocida.
Tras la minuciosa comparación, finalmente se dictaminó que las similitudes generales y específicas eran tan elevadas que era irrazonable suponer que se trataba de una interpretación arbitraria o basada en fundamentos erróneos. El método de traducción del cuneiforme era válido.
El 29 de mayo de 1857, la Royal Asiatic Society reconoció oficialmente que el acadio había sido descifrado. Ese mismo año se publicaron las cuatro traducciones con el título Inscription of Tiglath Pileser I, king of Assyria, b.C. 1150.
A partir de esta idea de comparar traducciones a sobre cerrado, se confirmó que las investigaciones iban por buen camino y se logró la confianza del entorno científico en el sistema que se seguía, suponiendo el punto de inflexión necesario para el despegue definitivo de la asiriología.